Estos relatos nos servían para adentrarnos en las aventuras de nuestro personajes en partidas que se estaban jugando por entonces, otros relatos que se utilizaron en los concursos fueron trasfondos de personajes que posteriormente se utilizaron para las aventuras.
La orilla del pueblo
Era media
noche. A lo lejos, se veían las débiles luces de las antorchas que
iluminaban las casas y calles de la pequeña ciudad llamada Renevere.
Desde la granja donde vivía Anita, la enorme silueta de los
edificios hechos de madera y barro se cortaba como una confusa
invención de la gente grande, grande y triste cuando menos comparada
con la linda casa donde ella vivía.
Hacía
unas semanas, ella estaba muy contenta por el hecho de que su papá
ya no tenía que trabajar duramente el plantío de cebollas que
tenían en el patio de atrás. Ella siempre se había preguntado
¿porqué su papá se empeñaba tanto en trabajar la granja si de
todas formas los señores de la ciudad iban a venir a quitarle todas
sus cebollas a cambio de unas monedas?. Anita siempre le decía a su
papá que era mejor llevar las cosas y venderlas en otro lugar donde
le pagaran más, pero su padre siempre le contestaba, amoroso “Lo
que pasa, nena, es que solo puedo trabajar para estos señores.”.
Pero las
cosas habían cambiado. Papá seguía sembrando, pero solo lo
necesario para que todos en la casa comieran bien, y aunque la sopa
de cebolla no era la favorita de Ana, realmente era mejor que agua y
pan duro, como había tenido que comer en muchas ocasiones.
Sin
embargo, el tiempo pasó y al parecer a los señores de la ciudad no
les parecía bien que su papá les dejara de vender cebollas...y no
sabía porqué. A ella no le parecían mejores que las demás,
sinceramente. Ya antes, algunos señores habían venido de la ciudad,
con uniformes como de policías, o cuando menos así los recordaba
ella de las pocas ocasiones en las cuales acompañaba a su padre por
herramientas a aquella gran ciudad.
Llegó
una noche, entonces, en la cual volvieron los señores, Anita los vió
por la ventana. Pero fue diferente. En esta ocasión, llegaron dos
personas diferentes a las de siempre. Traían yelmos y escudos, armas
y lanzas...no se veían como buenas personas, algo no estaba bien. Su
mamá la cargó como si fuera una pequeña muñeca, y la metió en la
alacena, diciéndole, meneando el dedo vigorosamente, reflejando un
miedo en sus ojos que logró contagiar a la pequeña. “Quédate
aquí, y pase lo que pase no hagas ruido y no te muevas nena”.
La
pequeña observó atónita el cómo sucedían las cosas. A través de
una pequeña rendija en la alacena de aquella pobre casa, solo podían
adivinarse las cosas que sucedían afuera.
Sonó la
puerta. -toc toc toc-. Alguien trataba de entrar. Su mamá temblaba,
volteando a ver ansiosa a su papá, como en aquella ocasión en que
la casa había comenzado a arder porque había olvidado apagar la
chimenea completamente antes de ir a dormir. Y ese temor se
transmitía a la pequeña Ana, que simplemente permanecía en aquél
lugar, obedeciendo las órdenes de su madre de no salir.
Las
rodillas le lastimaban ya, después de varios minutos en aquella
incómoda posición bajo los porvorientos trapos de la cocina en
aquella despensita. Sin embargo, ella no tenía otra alternativa. Lo
que sucedía allá afuera era más complicado de lo que ella podría
entender. Escuchó los sonidos de voces en el vestíbulo,
medianamente sofocados por la distancia, cuando reconoció
ligeramente la voz de su padre hablando.
Su padre
los hizo pasar. Entonces escuchó el -cling cling cling- de lo que
parecían ser pesadas armaduras de malla, o cadenas. Escuchó
entonces la voz grave de una persona que no era su papá. La madre
entonces alzó la voz ligeramente. Era aquél tono delicado que ella
utilizaba para llamarlos a todos a cenar, sin embargo, tenía también
una nota de miedo, una nota ligeramente ansiosa...era más bien la
voz con la que ella interrogaba a papá, cuando él volvía tarde de
aquel horrible lugar con sus amigos, oliendo a manzanas podridas.
Pero esta
noche era distinto. Por su forma de actuar, parecía que sus padres
habían estado esperando mucho tiempo a que ese momento sucediera,
como cuando iban a recibir al dueño del terreno en cuyo lugar,
estaban la casita y la granja donde vivían.
Otras
voces graves sonaron, y esta vez algo más sonoras. Escuchó un
movimiento de sillas en la mesa, como cuando alguien se retira de la
misma algo enojado, o porque no le gustó mucho la sopa que había
preparado mamá.
“Usted
no está con el Marqués, por lo que veo. Su renuencia a seguir
trabajando su tierra para nosotros, nos hace pensar mal...¿de dónde
saca dinero un miserable campesino como usted entonces, si no tiene
trabajo y tampoco se le ve en la ciudad pidiendo limosna?
Escuchó
los característicos pasos de su padre, sonoros, sólidos en el
suelo, seguros. Entonces lo vió por la pequeña rendija vertical de
las puertas entreabiertas de la pequeña alacena donde ella se
encontraba escondida.
El padre
sutilmente volteó a verla y le lanzó una ligera sonrisa
reafirmante. Mientras él veía con atención a la chimenea, contestó
“No he robado nada, no he asaltado a nadie, no tengo porqué
explicar más razones, señores”
Entonces
se escuchó cómo una persona muy grande se levantaba de la mesa, y
se dirigía hacia el lugar donde estaban ella y su papá. El
característico -cling cling cling- se escuchó de nuevo mientras las
botas de aquella persona, que se escuchaba muy pesada, se acercaban.
Entonces lo vió. Era uno de los soldados de la ciudad. A Ana le
sorprendía lo grandes y bonitos que se veían, aquellos soldados a
lo lejos guardando las puertas de la gran casona, donde vivía el
Marqués, dueño de todo.
Ella no
entendía cómo el Marqués podría ser dueño de tantas tierras, si
a su papá jamás le había alcanzado para comprar ni siquiera un
pedacito de tierra para poder poner a los conejos de Anita. Quizá
ese señor había juntado todas sus mesadas desde pequeño hasta que
pudo comprar un pueblo.
Era
curioso, pues aquellos conejos habían llegado a la casa de Anita
quién sabe de donde...pero eran propiedad de Anita, y pese a los
deseos de su mamá, el papá de Anita nunca dejó que mataran a
ninguno para comer. Eran de ella.
Pero eso
no era lo importante. En esta ocasión, los soldados también habían
aparecido quien sabe de donde, y aquellos soldados no se veían
bonitos. Parecía que el Marqués había mandado a los más gordos y
feos aquella noche a casa de sus papás. Y no solo era eso. No se
veían derechitos y amables, con sus lanzas bien plantadas en el
suelo, como si fueran soldaditos de plomo. En esta ocasión traían
sus espadas, y las traían en sus manos, algo que a Anita no le
gustaba, no se veían amables, parecía como si en cualquier momento
pudiesen extender su brazo para lastimar a su papá con esas hojas
que en este momento se veían cortantes y no decorativas como en
otros días.
Entonces
sucedió. El soldado movió su mano hacia enfrente, impactando a su
papá con un empujón. Ana sintió una horrible angustia al ver a su
papá, que siempre había parecido muy fuerte, desaparecer de su
visión, de aquel pequeño teatro guiñol que era la rendija por
donde ella veía. Gimió suavemente, sin embargo nadie parecia
escucharla. El soldado se movió hacia adelante, extendió la mano y
jaló a su papá del suelo, jalándolo de los pelos como quien saca
un muñeco de una caja, y escuchó su padre gemir como nunca lo había
escuchado. Era como cuando él se había lastimado el dedo haciendo
su nueva camita, pero en esa ocasión no reflejaba el mismo
sentimiento...esto realmente le estaba lastimando.
Anita
entonces frunció el ceño, y su pequeña boquita se curvó hacia
abajo. Si alguien hubiese puesto atención, hubiese visto aquél par
de ojitos enormes, color miel, aquella pequeña nariz respingada, y
su tez blanca casi como la cera bañada por la luz amarillenta de la
chimenea. Hubiera parecido más una pequeña muñeca que una niña
escondida en la alacena.
Entonces
su madre intervino, mientras miraba fijamente hacia la alacena, con
el temor de que la niña saliera. Se acercó con una actitud temerosa
al soldado, implorándole que lo soltara, y colocando sus manos sobre
las aguanteladas garras del mismo, como si su maternal y delicado
contacto fuese a romper aquel agarre entrenado para machacar hueso y
carne a la vez.
El otro
soldado, uno nuevo en la escena, intervino tomando a la madre de
Anita del cuello y lanzándola hacia atrás de aquel terrible
escenario, contra un especiero que estaba a un metro y medio del
suelo, haciendo que todas las especias cayeran en por el suelo
estrepitosamente.
Esto
provocó que el padre, quien estaba sumisamente tolerando el agarre
del primer hombre, gritara, “¡A ella no la tocarán, ustedes son
los verdaderos criminales!” y girando aún de rodillas, dió un
codazo a la rodilla izquierda del soldado, quien se apartó por un
momento y gruñó “Tú te lo ganaste, campesino pestilente”
mientras levantaba su espada y preparaba para aterrizarla sobre la
cabeza del padre de Anita.
Entonces,
ese hombre noble, el padre de Anita, de mirada viva aunque
apesadumbrada por los años de vida de trabajo, extendió la mano
hacia el rostro del soldado ejecutor, gritando “Nooooo”, mientras
veía la pesada hoja bajar desde arriba hacia su rostro...inverosímil
lo que sucedió en ese momento.
El
soldado que tenía agarrada a la madre de Anita, volteó a ver lo que
pasaba, preguntándose porqué no había escuchado el típico
chasquido del metal contra el hueso, asumiendo que su compañero ya
había ejecutado al hombre que se resistía de rodillas en el suelo.
Pero no
fue así. El soldado que intentó ejecutar al padre de Anita, miró
atónito cómo en sus manos tenía únicamente el mango de una
espada, cuya hoja había desaparecido por completo. En cambio, el
rostro de aquél hombre arrodillado, con la mano extendida hacia
arriba rogando por piedad, era bañado por cientos de pequeños
pétalos blancos, mientras parpadeaba sorprendido con los ojos
desorbitados de la impresión y la cara enrojecida.
El
soldado que estaba detrás, aferró con la mano a la madre de Ana,
desenfundando su espada con rapidez, y colocó la punta del arma
contra el cuello de la joven madre. “Un brujo, un brujo en nuestro
pueblo, ni se te ocurra abrir la boca o moverte, que la mato!!”
dijo el soldado mientras aferraba a la mujer de ojos azules, de manos
delicadas pero endurecidas por el trabajo diario. Aquellos ojos
preciosos que había heredado a su hija en tamaño y expresión, se
clavaron en la dirección general donde Anita estaría escondida en
la despensa.
La niña
simplemente cerró los ojos y aferró sus rodillas con sus manitas,
arrugando el vestido que le cubría, cuando su padre se levantó aún
con pétalos blancos sobre su rostro, y gritó “Déjala cerdo
déjala!!” mientras se abalanzaba en contra de aquél soldado, con
ambas manos acomodadas como un par de tenazas listas para despedazar
a ese verdugo que tenía tomada a su esposa por el cuello.
El
movimiento fue rápido, simple y carnicero...el padre de Ana se quedó
congelado mientras veía como su mujer...su amiga de toda la
infancia...su confidente de adolescencia lo miraba con el rostro
congelado y aquellos hermosos ojos que ahora parecían los de un
ídolo de una deidad fantasmagórica, completamente abiertos,
sintiendo el frío corte de la espada dentro de su garganta.
El
compañero del soldado, el primero que había atacado al padre de
Ana, tragó saliva. Su compañero había ejecutado a una mujer
inocente a sangre fría. Miró el corte...extrañamente, la espada
había entrado por el delgado cuello de la mujer, y salido por
detrás, pero no había un rastro de sangre.
La madre
de Anita tornó sus ojos a un lado y al otro, despesperada, con la
quijada apretada como un par de engranes de molino...su rostro se
tornaba primero rojizo y luego algo morado, mientras tenía su
cabello sujetado por la mano del soldado y su cuello atravesado por
la cruel hoja metálica.
Viendo
que su esposa aún vivía, el padre de Anita continuó el movimiento
y logró agarrar al soldado por la cintura, derribándolo contra la
pared, y haciendo que sobre el rostro del soldado, aterrizara una
lluvia de golpes desorganizados pero cargados con el instinto de un
animal que defiende su vida. El otro se cubría como podía con sus
braceras de hierro, pero no era suficiente para detener a aquél
hombre dispuesto a perderlo todo.
Al
momento en que la madre de Ana vió que la mano del soldado había
dejado la espada, notó que lo único que sentía era frío dentro de
su cuello, y una terrible falta de aire, mas no dolor. Entonces se
levantó, ante los ojos atónitos del soldado que seguía de pié,
mientras ella también estaba completamente atónita de haberse
podido levantar después de sufrir tan terrible herida. Ella sentía
en su cuello el peso del arma atravesándolo, como el de la yunta de
un buey, y sin embargo, ni una gota de sangre salía de aquellas
brutales heridas. El soldado que estaba de pie, recuperó la
conciencia, y pateó en las costillas al padre de Anita, que rodó
dos veces por el suelo gruñendo de dolor, dejando libre al soldado
que tenía su cara ya cubierta de sangre propia y ajena. “Brujos,
brujos son estos!!! gritó el soldado que pateó al padre de Ana para
ayudar a su compañero, que se levantaba como un animal herido que
trata de recuperar el equilibrio a la brevedad posible.
Mientras
el padre se estaba levantando, el soldado que había ayudado a su
compañero, se abalanzó contra la madre de Ana, y jaló la espada de
golpe, con la intención de recuperar la única arma restante en
aquél cuarto, y también con el deseo de ejecutar de una vez por
todas a aquella mujer que seguía viva a pesar de tener la mitad del
cuello traspasada por un arma feroz.
De nuevo
silencio. La espada salió limpia. La madre de Anita ella cubrió su
cuello de inmediato elevando un gemido de terror...pero aún no
sentía dolor. Lentamente retiró sus manos, con todos en aquella
habitación volteando a ver si brotaba sangre de aquella feroz
herida...pero no había quedado una sola marca.
La joven
mujer recuperó el aire mientras su esposo le gritaba “Amor, por
favor, dime que estás bien!! No pude detenerlo, perdóname amor
mío”. La madre de Anita parpadeó lentamente y levantó la mirada.
“Sí...estoy bien amor mío...”
La
pequeña Anita no podía soportarlo más, estaba harta de aquellos
hombres y de ver a sus papás asustados. La niña gritó desde la
despensa “Déjenlos, dejen a mis papás, hombres malos!!”
Los
padres de Anita voltearon atónitos, mientras mantenían su pose
instintivamente defensiva, a medida que la pequeña niña salía de
la alacena. Estaba vestida con un vestido hecho crudamente con un
costal viejo, sostenido por un par de tiras de hilo crudo...ella tan
linda y a su vez tan harapienta como sus padres, en aquella choza
apenas en los límites de los terrenos del Marqués.
Los
soldados ataviados en cota de malla y ropas escarlata, voltearon a
verla, y dijeron “Otra abominación seguramente...¡habrás de
probar la...!”
En ese
momento, ante los ojos protectores y desesperados de los padres de
Anita, ambos soldados desaparecían, de repente, dejando que sus
armaduras de piel y cota de malla flotaran por una centésima de
segundo en el aire, para después caer hacia el suelo como si alguien
las hubiese soltado de un tendedero. Era como si debajo de esos
ropajes, nada jamás hubiese existido.
Sin
embargo, debajo de los yelmos plateados de cada uno de ellos, pareció
moverse algo. Primero de uno de ellos, por una rendija, asomó un
objeto peludo y blanco que al final se coló por dicha abertura...el
otro yelmo se volteó revelando en ese momento también, a otra
pequeña bola peluda. Era un par de conejos, completamente
confundidos, que en ese momento, salieron corriendo por la puerta de
la casa, mientras Anita reía con su suave vocecita, y su padre
sorprendido hasta los huesos trataba de detener a su esposa que
parecía a punto de desmayarse, sin saber que su esposo estaba en la
misma situación.
Aquella
noche, en completo silencio y sin mencionar una palabra, la familia
empacó y montó todo en la mula, incluyendo la jaula con cinco
pequeños conejos que cuidaba Anita desde hacía ya unos meses.
Colocaron la canasta grande sobre el lomo de la mula, donde pusieron
a la pequeña niña y la cubrireron con sábanas viejas, y comenzaron
a caminar. El padre iba guiando a la mula a través de los senderos
limítrofes de la granja, con su esposa caminando al lado, tomando su
mano. Salieron en la madrugada amparados por el cielo azul plomo y el
viento de la madrugada.
La madre
de Ana, con su rostro completamente pálido, veía hacia el frente,
pensativa. “Anita...las monedas de oro en el cajón de tu
padre...el cobrador de impuestos que dejó de venir...todo lo que
pasó hoy...”.
Anita,
quien iba acurrucada dentro de la canasta agregó con su dulce
vocecita, casi interrumpiendo a su mamá. “Mamá, tengo frío, me
puedes tapar?”
La madre
de Anita entonces cubrió bien a la niña, mirándola por un segundo
con profundo cariño, y besó su frente. Después, retornó con su
esposo y lo miró por un segundo, pero él se negó a responder
aquella mirada. Tan solo asintió suavemente. Viajaron en silencio el
resto de su jornada.
Escrito por Magmaforge en ReinosOscuros.com
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