Relatos antiguos: La orilla del pueblo

Otro de los grandes relatos encontrados en el baul, este relato fue ganador del primer concurso que se realizo en la web de reinosOscuros.com, creo recordar que era por el año 2006 más o menos.

Estos relatos nos servían para adentrarnos en las aventuras de nuestro personajes en partidas que se estaban jugando por entonces, otros relatos que se utilizaron en los concursos fueron trasfondos de personajes que posteriormente se utilizaron para las aventuras.


La orilla del pueblo

Era media noche. A lo lejos, se veían las débiles luces de las antorchas que iluminaban las casas y calles de la pequeña ciudad llamada Renevere. Desde la granja donde vivía Anita, la enorme silueta de los edificios hechos de madera y barro se cortaba como una confusa invención de la gente grande, grande y triste cuando menos comparada con la linda casa donde ella vivía.

Hacía unas semanas, ella estaba muy contenta por el hecho de que su papá ya no tenía que trabajar duramente el plantío de cebollas que tenían en el patio de atrás. Ella siempre se había preguntado ¿porqué su papá se empeñaba tanto en trabajar la granja si de todas formas los señores de la ciudad iban a venir a quitarle todas sus cebollas a cambio de unas monedas?. Anita siempre le decía a su papá que era mejor llevar las cosas y venderlas en otro lugar donde le pagaran más, pero su padre siempre le contestaba, amoroso “Lo que pasa, nena, es que solo puedo trabajar para estos señores.”.

Pero las cosas habían cambiado. Papá seguía sembrando, pero solo lo necesario para que todos en la casa comieran bien, y aunque la sopa de cebolla no era la favorita de Ana, realmente era mejor que agua y pan duro, como había tenido que comer en muchas ocasiones.

Sin embargo, el tiempo pasó y al parecer a los señores de la ciudad no les parecía bien que su papá les dejara de vender cebollas...y no sabía porqué. A ella no le parecían mejores que las demás, sinceramente. Ya antes, algunos señores habían venido de la ciudad, con uniformes como de policías, o cuando menos así los recordaba ella de las pocas ocasiones en las cuales acompañaba a su padre por herramientas a aquella gran ciudad.

Llegó una noche, entonces, en la cual volvieron los señores, Anita los vió por la ventana. Pero fue diferente. En esta ocasión, llegaron dos personas diferentes a las de siempre. Traían yelmos y escudos, armas y lanzas...no se veían como buenas personas, algo no estaba bien. Su mamá la cargó como si fuera una pequeña muñeca, y la metió en la alacena, diciéndole, meneando el dedo vigorosamente, reflejando un miedo en sus ojos que logró contagiar a la pequeña. “Quédate aquí, y pase lo que pase no hagas ruido y no te muevas nena”.

La pequeña observó atónita el cómo sucedían las cosas. A través de una pequeña rendija en la alacena de aquella pobre casa, solo podían adivinarse las cosas que sucedían afuera.

Sonó la puerta. -toc toc toc-. Alguien trataba de entrar. Su mamá temblaba, volteando a ver ansiosa a su papá, como en aquella ocasión en que la casa había comenzado a arder porque había olvidado apagar la chimenea completamente antes de ir a dormir. Y ese temor se transmitía a la pequeña Ana, que simplemente permanecía en aquél lugar, obedeciendo las órdenes de su madre de no salir.

Las rodillas le lastimaban ya, después de varios minutos en aquella incómoda posición bajo los porvorientos trapos de la cocina en aquella despensita. Sin embargo, ella no tenía otra alternativa. Lo que sucedía allá afuera era más complicado de lo que ella podría entender. Escuchó los sonidos de voces en el vestíbulo, medianamente sofocados por la distancia, cuando reconoció ligeramente la voz de su padre hablando.

Su padre los hizo pasar. Entonces escuchó el -cling cling cling- de lo que parecían ser pesadas armaduras de malla, o cadenas. Escuchó entonces la voz grave de una persona que no era su papá. La madre entonces alzó la voz ligeramente. Era aquél tono delicado que ella utilizaba para llamarlos a todos a cenar, sin embargo, tenía también una nota de miedo, una nota ligeramente ansiosa...era más bien la voz con la que ella interrogaba a papá, cuando él volvía tarde de aquel horrible lugar con sus amigos, oliendo a manzanas podridas.

Pero esta noche era distinto. Por su forma de actuar, parecía que sus padres habían estado esperando mucho tiempo a que ese momento sucediera, como cuando iban a recibir al dueño del terreno en cuyo lugar, estaban la casita y la granja donde vivían.

Otras voces graves sonaron, y esta vez algo más sonoras. Escuchó un movimiento de sillas en la mesa, como cuando alguien se retira de la misma algo enojado, o porque no le gustó mucho la sopa que había preparado mamá.

“Usted no está con el Marqués, por lo que veo. Su renuencia a seguir trabajando su tierra para nosotros, nos hace pensar mal...¿de dónde saca dinero un miserable campesino como usted entonces, si no tiene trabajo y tampoco se le ve en la ciudad pidiendo limosna?

Escuchó los característicos pasos de su padre, sonoros, sólidos en el suelo, seguros. Entonces lo vió por la pequeña rendija vertical de las puertas entreabiertas de la pequeña alacena donde ella se encontraba escondida.

El padre sutilmente volteó a verla y le lanzó una ligera sonrisa reafirmante. Mientras él veía con atención a la chimenea, contestó “No he robado nada, no he asaltado a nadie, no tengo porqué explicar más razones, señores”

Entonces se escuchó cómo una persona muy grande se levantaba de la mesa, y se dirigía hacia el lugar donde estaban ella y su papá. El característico -cling cling cling- se escuchó de nuevo mientras las botas de aquella persona, que se escuchaba muy pesada, se acercaban. Entonces lo vió. Era uno de los soldados de la ciudad. A Ana le sorprendía lo grandes y bonitos que se veían, aquellos soldados a lo lejos guardando las puertas de la gran casona, donde vivía el Marqués, dueño de todo.

Ella no entendía cómo el Marqués podría ser dueño de tantas tierras, si a su papá jamás le había alcanzado para comprar ni siquiera un pedacito de tierra para poder poner a los conejos de Anita. Quizá ese señor había juntado todas sus mesadas desde pequeño hasta que pudo comprar un pueblo.

Era curioso, pues aquellos conejos habían llegado a la casa de Anita quién sabe de donde...pero eran propiedad de Anita, y pese a los deseos de su mamá, el papá de Anita nunca dejó que mataran a ninguno para comer. Eran de ella.

Pero eso no era lo importante. En esta ocasión, los soldados también habían aparecido quien sabe de donde, y aquellos soldados no se veían bonitos. Parecía que el Marqués había mandado a los más gordos y feos aquella noche a casa de sus papás. Y no solo era eso. No se veían derechitos y amables, con sus lanzas bien plantadas en el suelo, como si fueran soldaditos de plomo. En esta ocasión traían sus espadas, y las traían en sus manos, algo que a Anita no le gustaba, no se veían amables, parecía como si en cualquier momento pudiesen extender su brazo para lastimar a su papá con esas hojas que en este momento se veían cortantes y no decorativas como en otros días.

Entonces sucedió. El soldado movió su mano hacia enfrente, impactando a su papá con un empujón. Ana sintió una horrible angustia al ver a su papá, que siempre había parecido muy fuerte, desaparecer de su visión, de aquel pequeño teatro guiñol que era la rendija por donde ella veía. Gimió suavemente, sin embargo nadie parecia escucharla. El soldado se movió hacia adelante, extendió la mano y jaló a su papá del suelo, jalándolo de los pelos como quien saca un muñeco de una caja, y escuchó su padre gemir como nunca lo había escuchado. Era como cuando él se había lastimado el dedo haciendo su nueva camita, pero en esa ocasión no reflejaba el mismo sentimiento...esto realmente le estaba lastimando.

Anita entonces frunció el ceño, y su pequeña boquita se curvó hacia abajo. Si alguien hubiese puesto atención, hubiese visto aquél par de ojitos enormes, color miel, aquella pequeña nariz respingada, y su tez blanca casi como la cera bañada por la luz amarillenta de la chimenea. Hubiera parecido más una pequeña muñeca que una niña escondida en la alacena.

Entonces su madre intervino, mientras miraba fijamente hacia la alacena, con el temor de que la niña saliera. Se acercó con una actitud temerosa al soldado, implorándole que lo soltara, y colocando sus manos sobre las aguanteladas garras del mismo, como si su maternal y delicado contacto fuese a romper aquel agarre entrenado para machacar hueso y carne a la vez.

El otro soldado, uno nuevo en la escena, intervino tomando a la madre de Anita del cuello y lanzándola hacia atrás de aquel terrible escenario, contra un especiero que estaba a un metro y medio del suelo, haciendo que todas las especias cayeran en por el suelo estrepitosamente.

Esto provocó que el padre, quien estaba sumisamente tolerando el agarre del primer hombre, gritara, “¡A ella no la tocarán, ustedes son los verdaderos criminales!” y girando aún de rodillas, dió un codazo a la rodilla izquierda del soldado, quien se apartó por un momento y gruñó “Tú te lo ganaste, campesino pestilente” mientras levantaba su espada y preparaba para aterrizarla sobre la cabeza del padre de Anita.

Entonces, ese hombre noble, el padre de Anita, de mirada viva aunque apesadumbrada por los años de vida de trabajo, extendió la mano hacia el rostro del soldado ejecutor, gritando “Nooooo”, mientras veía la pesada hoja bajar desde arriba hacia su rostro...inverosímil lo que sucedió en ese momento.

El soldado que tenía agarrada a la madre de Anita, volteó a ver lo que pasaba, preguntándose porqué no había escuchado el típico chasquido del metal contra el hueso, asumiendo que su compañero ya había ejecutado al hombre que se resistía de rodillas en el suelo.

Pero no fue así. El soldado que intentó ejecutar al padre de Anita, miró atónito cómo en sus manos tenía únicamente el mango de una espada, cuya hoja había desaparecido por completo. En cambio, el rostro de aquél hombre arrodillado, con la mano extendida hacia arriba rogando por piedad, era bañado por cientos de pequeños pétalos blancos, mientras parpadeaba sorprendido con los ojos desorbitados de la impresión y la cara enrojecida.

El soldado que estaba detrás, aferró con la mano a la madre de Ana, desenfundando su espada con rapidez, y colocó la punta del arma contra el cuello de la joven madre. “Un brujo, un brujo en nuestro pueblo, ni se te ocurra abrir la boca o moverte, que la mato!!” dijo el soldado mientras aferraba a la mujer de ojos azules, de manos delicadas pero endurecidas por el trabajo diario. Aquellos ojos preciosos que había heredado a su hija en tamaño y expresión, se clavaron en la dirección general donde Anita estaría escondida en la despensa.

La niña simplemente cerró los ojos y aferró sus rodillas con sus manitas, arrugando el vestido que le cubría, cuando su padre se levantó aún con pétalos blancos sobre su rostro, y gritó “Déjala cerdo déjala!!” mientras se abalanzaba en contra de aquél soldado, con ambas manos acomodadas como un par de tenazas listas para despedazar a ese verdugo que tenía tomada a su esposa por el cuello.

El movimiento fue rápido, simple y carnicero...el padre de Ana se quedó congelado mientras veía como su mujer...su amiga de toda la infancia...su confidente de adolescencia lo miraba con el rostro congelado y aquellos hermosos ojos que ahora parecían los de un ídolo de una deidad fantasmagórica, completamente abiertos, sintiendo el frío corte de la espada dentro de su garganta.

El compañero del soldado, el primero que había atacado al padre de Ana, tragó saliva. Su compañero había ejecutado a una mujer inocente a sangre fría. Miró el corte...extrañamente, la espada había entrado por el delgado cuello de la mujer, y salido por detrás, pero no había un rastro de sangre.

La madre de Anita tornó sus ojos a un lado y al otro, despesperada, con la quijada apretada como un par de engranes de molino...su rostro se tornaba primero rojizo y luego algo morado, mientras tenía su cabello sujetado por la mano del soldado y su cuello atravesado por la cruel hoja metálica.

Viendo que su esposa aún vivía, el padre de Anita continuó el movimiento y logró agarrar al soldado por la cintura, derribándolo contra la pared, y haciendo que sobre el rostro del soldado, aterrizara una lluvia de golpes desorganizados pero cargados con el instinto de un animal que defiende su vida. El otro se cubría como podía con sus braceras de hierro, pero no era suficiente para detener a aquél hombre dispuesto a perderlo todo.

Al momento en que la madre de Ana vió que la mano del soldado había dejado la espada, notó que lo único que sentía era frío dentro de su cuello, y una terrible falta de aire, mas no dolor. Entonces se levantó, ante los ojos atónitos del soldado que seguía de pié, mientras ella también estaba completamente atónita de haberse podido levantar después de sufrir tan terrible herida. Ella sentía en su cuello el peso del arma atravesándolo, como el de la yunta de un buey, y sin embargo, ni una gota de sangre salía de aquellas brutales heridas. El soldado que estaba de pie, recuperó la conciencia, y pateó en las costillas al padre de Anita, que rodó dos veces por el suelo gruñendo de dolor, dejando libre al soldado que tenía su cara ya cubierta de sangre propia y ajena. “Brujos, brujos son estos!!! gritó el soldado que pateó al padre de Ana para ayudar a su compañero, que se levantaba como un animal herido que trata de recuperar el equilibrio a la brevedad posible.

Mientras el padre se estaba levantando, el soldado que había ayudado a su compañero, se abalanzó contra la madre de Ana, y jaló la espada de golpe, con la intención de recuperar la única arma restante en aquél cuarto, y también con el deseo de ejecutar de una vez por todas a aquella mujer que seguía viva a pesar de tener la mitad del cuello traspasada por un arma feroz.

De nuevo silencio. La espada salió limpia. La madre de Anita ella cubrió su cuello de inmediato elevando un gemido de terror...pero aún no sentía dolor. Lentamente retiró sus manos, con todos en aquella habitación volteando a ver si brotaba sangre de aquella feroz herida...pero no había quedado una sola marca.

La joven mujer recuperó el aire mientras su esposo le gritaba “Amor, por favor, dime que estás bien!! No pude detenerlo, perdóname amor mío”. La madre de Anita parpadeó lentamente y levantó la mirada. “Sí...estoy bien amor mío...”

La pequeña Anita no podía soportarlo más, estaba harta de aquellos hombres y de ver a sus papás asustados. La niña gritó desde la despensa “Déjenlos, dejen a mis papás, hombres malos!!”
Los padres de Anita voltearon atónitos, mientras mantenían su pose instintivamente defensiva, a medida que la pequeña niña salía de la alacena. Estaba vestida con un vestido hecho crudamente con un costal viejo, sostenido por un par de tiras de hilo crudo...ella tan linda y a su vez tan harapienta como sus padres, en aquella choza apenas en los límites de los terrenos del Marqués.

Los soldados ataviados en cota de malla y ropas escarlata, voltearon a verla, y dijeron “Otra abominación seguramente...¡habrás de probar la...!”

En ese momento, ante los ojos protectores y desesperados de los padres de Anita, ambos soldados desaparecían, de repente, dejando que sus armaduras de piel y cota de malla flotaran por una centésima de segundo en el aire, para después caer hacia el suelo como si alguien las hubiese soltado de un tendedero. Era como si debajo de esos ropajes, nada jamás hubiese existido.

Sin embargo, debajo de los yelmos plateados de cada uno de ellos, pareció moverse algo. Primero de uno de ellos, por una rendija, asomó un objeto peludo y blanco que al final se coló por dicha abertura...el otro yelmo se volteó revelando en ese momento también, a otra pequeña bola peluda. Era un par de conejos, completamente confundidos, que en ese momento, salieron corriendo por la puerta de la casa, mientras Anita reía con su suave vocecita, y su padre sorprendido hasta los huesos trataba de detener a su esposa que parecía a punto de desmayarse, sin saber que su esposo estaba en la misma situación.

Aquella noche, en completo silencio y sin mencionar una palabra, la familia empacó y montó todo en la mula, incluyendo la jaula con cinco pequeños conejos que cuidaba Anita desde hacía ya unos meses. Colocaron la canasta grande sobre el lomo de la mula, donde pusieron a la pequeña niña y la cubrireron con sábanas viejas, y comenzaron a caminar. El padre iba guiando a la mula a través de los senderos limítrofes de la granja, con su esposa caminando al lado, tomando su mano. Salieron en la madrugada amparados por el cielo azul plomo y el viento de la madrugada.

La madre de Ana, con su rostro completamente pálido, veía hacia el frente, pensativa. “Anita...las monedas de oro en el cajón de tu padre...el cobrador de impuestos que dejó de venir...todo lo que pasó hoy...”.

Anita, quien iba acurrucada dentro de la canasta agregó con su dulce vocecita, casi interrumpiendo a su mamá. “Mamá, tengo frío, me puedes tapar?”

La madre de Anita entonces cubrió bien a la niña, mirándola por un segundo con profundo cariño, y besó su frente. Después, retornó con su esposo y lo miró por un segundo, pero él se negó a responder aquella mirada. Tan solo asintió suavemente. Viajaron en silencio el resto de su jornada. 

 Escrito por Magmaforge en ReinosOscuros.com

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